English
Español

Cristo murió POR nosotros, no EN LUGAR DE nosotros

Loading audio...

Hay una idea común en la iglesia de que ningún Cristiano debe experimentar nunca sentimientos de condenación por el pecado. Pero esto es completamente falso. El Espíritu de Dios es enviado específicamente para “convencer al mundo de pecado, de justicia y de juicio” (Juan 16:8). Cristo dijo que Su luz viene a los que andan en tinieblas para “exponer” sus malas obras (Juan 3:19-21), y Pablo nos dice que “todas las cosas que son reprobadas, son hechas manifiestas por la luz” (Efesios 5:13). El Espíritu de Dios no miente, no adula o elogia lo que es contrario a Su propia naturaleza y vida pura, sólo porque tengamos creencias correctas acerca de Jesús. Por el contrario, Él “traerá a luz lo encubierto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de los corazones” (1 Corintios 4:5), porque “todas las cosas están desnudas y abiertas a los ojos de Aquél a quien tenemos que dar cuenta” (Hebreos 4:13).

El Espíritu de Dios le muestra al hombre (¡especialmente a los que son Cristianos sinceros!) lo que realmente obra y vive en él, lo que mueve y motiva el corazón. Su luz pone al descubierto todo lo que tiene una fuente, naturaleza y propósito contrario a la vida y bondad de Dios. Y la razón por la que el Espíritu hace esto, NO es para que continuemos viviendo en esas cosas equivocadas, y por eso permanezcamos continuamente bajo sentimientos de condenación; sino más bien, para que veamos nuestra verdadera condición y nos volvamos al poder que puede hacernos libres. El Espíritu no condena el pecado para que el hombre viva en condenación, sino para que SALGA de la condenación, al salir de la naturaleza o nacimiento que está condenado.

Ahora bien, a menudo, cuando las personas oyen esto lo descartan inmediatamente citando la primera parte de Romanos 8:1, que dice: “Ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”. Pero esta afirmación es hecha para “los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (versículos 1y 4). En efecto, hay una condenación que experimentan los que afirman seguir la luz de Cristo, y aun así continúan andando en tinieblas. Juan dice que dichos Cristianos se mienten a sí mismos, y no practican la verdad (1 Juan 1:6). Hay condenación y SIEMPRE HABRÁ condenación para la naturaleza de la carne, en cualquier medida que permanezcamos en ella, la amemos, vivamos en ella, actuemos por ella y hablemos desde ella. En otras palabras, por supuesto que experimentamos condenación dondequiera que Cristo no reine en nosotros; es decir, dondequiera que la carne todavía sea el poder predominante, la fuente de vida y propósito, pensamiento, deseo y acción, y este sentido de condenación es verdaderamente un don de Dios. Es una manifestación de Su amor, porque nos muestra nuestro problema, diagnostica nuestra enfermedad, al manifestar la enemistad entre nosotros y nuestro Creador dondequiera que se encuentre.

Si afirmamos ser Cristianos, y sin embargo seguimos viviendo en la carne, pensando según la carne, deseando las cosas de la carne, entonces POR SUPUESTO que habrá un sentido de la desaprobación o condenación del Señor por esas cosas, porque la naturaleza de la carne es “enemistad contra Dios” (Romanos 8:7), contraria a Él en todos los sentidos. La carne siempre vive para sí misma, siempre se aferra a su propia vida, voluntad y camino. Pablo dice que los que andan en la carne no pueden agradar a Dios (Romanos 8:8), y si continúan viviendo “conforme a la carne, moriréis, mas si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Romanos 8:13).

Es un gran engaño en la iglesia de hoy sugerir, que no debemos sentir condenación o corrección por vivir en y para las cosas que son condenadas por Dios. En una ocasión me llamó un pastor, y después de hablar durante unos minutos, empezó a contarme de sus treinta años de adicción a la pornografía, que estaba totalmente esclavizado a ella, que era incapaz de detenerse, y que esto había corrompido su vida de muchas maneras, manchado su corazón y arruinado su matrimonio. Lamentablemente, esto es muy común. Pero es también muy común, que las personas en esta condición traten de consolarse diciendo: “Pero sé que no hay condenación para los que están en Cristo”, o “sé que Dios me mira a través de los lentes de Cristo, y no ve ni condena mi pecado”.

Pero la maravillosa obra de Cristo realizada por Su encarnación, sumisión sin pecado al Padre, crucifixión, resurrección y ascensión, no hace que Dios sea ciego al pecado. Esta es una idea muy común, pero sencillamente no es verdad. Dios ve todas las cosas como realmente son. Ve a través de todas las cubiertas, ve detrás de nuestras palabras y doctrinas, directo en nuestros corazones, y sabe qué vive y reina en el corazón del hombre. Cristo no vino como hombre y murió para que a Dios no le importe más el pecado. ¡No! Él vino, murió y resucitó para darle al hombre una medida de Su Espíritu vencedor; para convertirse en nuestro Sumo Sacerdote, dándonos poder para caminar en el camino estrecho que conduce a la vida.

Cristo vino A nosotros, y murió POR nosotros, pero no murió EN LUGAR de nosotros. Él no murió en la cruz para que nosotros no tengamos que morir; sino para que nosotros (al participar de Su Espíritu, gracia y poder) también PODAMOS morir a todo lo que es contrario a Él. Él vino, obedeció al Padre, sufrió la cruz, resucitó y ascendió al cielo, para que nosotros lo sigamos en exactamente el mismo camino, en exactamente el mismo proceso, habiendo recibido el don de Su Espíritu vencedor como nuestra luz, vida y líder.

Ahora, esto es importante, porque muchos Cristianos hablan como si Cristo hubiera sufrido para que nosotros no tengamos que sufrir, o que Él murió en la carne para que nosotros no tengamos que morir en la carne. No sé de una mentira mayor en la iglesia. Repito, Cristo murió POR NOSOTROS, pero no EN LUGAR DE NOSOTROS. Todo lo que Cristo hizo fue PARA el hombre, en favor del hombre, para beneficio del hombre, y por Su amor por el hombre. Pero la manera en la que nosotros experimentamos este beneficio, este increíble don, no es simplemente afirmando que Cristo lo hizo todo para que nosotros no tengamos que hacer nada. La razón por la que Cristo vino, la razón por la que Él se unió al hombre, la razón por la que Él sufrió, murió y se levantó, fue para que después de haber conquistado todos los obstáculos, de haber vencido toda la maldad, debilidad y tentación, e incluso la muerte, Él pudiera compartir con nosotros una medida o semilla de Su Espíritu vencedor, dándonos el poder de seguir al Capitán de nuestra salvación en el camino nuevo y vivo, a través de la puerta que Él abrió para nosotros. Así es como debemos seguirle. 

Esto es lo que significa que Cristo es nuestro gran Sumo Sacerdote, que fue hecho en todas las cosas como Sus hermanos (Hebreos 2:17), que se convirtió en “el capitán de la salvación de ellos por medio de padecimientos” (Hebreos 2:10 RV1602P), “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Hebreos 2:14). Al darnos una medida de Su Espíritu, les da a todos los que lo reciben “potestad de SER HECHOS hijos de Dios” (Juan 1:12). Es decir, Él nos da poder para seguirlo en el mismo proceso, en la misma obediencia, en el mismo éxodo, en la participación de Sus sufrimientos, experimentando Su vida obrando en nosotros como el único camino, verdad y vida. La muerte de Cristo no le compró al Padre unos anteojos mágicos para que ya no pueda ver el pecado. La muerte de Cristo compró un don de Su Espíritu vencedor, que podía ser compartido con todos Sus hermanos, con “todos los que están cansados y cargados”, con los que desean salir de su propio Egipto interno y seguirlo por el camino que Él abrió, la calzada que Él allanó. Isaías habla de la obra de Cristo con estas palabras: “Pasad, pasad por las puertas; preparad el camino al pueblo; allanad, allanad la calzada, quitad las piedras, alzad pendón a los pueblos” Isaías 62:10. Y fíjate en lo que dice Pedro: “Porque para esto fuisteis llamados; pues que también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que vosotros sigáis sus pisadas” (1 Pedro 2:21).

Ahora, presta atención a lo que Pedro está diciendo aquí, porque es extremadamente común hoy en día escuchar una versión del evangelio que no implica “seguir sus pasos”, “beber su copa” o “ser bautizado con el bautismo con el que Él fue bautizado” (Mat 20:23), es decir, un evangelio que no implica “negarse a sí mismo, tomar la cruz cada día y seguir a Cristo” en sus pasos. Los hombres a menudo enseñan como si, a través de la muerte y resurrección de Cristo, Dios se hubiera reconciliado con el pecado. Pero esto es una gran mentira. Dios no dio a Su Hijo para que el hombre pudiera creer buenas doctrinas y, sin embargo, continuar en el pecado sin temor a las consecuencias. Él dio a Su Hijo para que, siguiéndole, permaneciendo en Su Espíritu vencedor, siendo fortalecidos por Su gracia, nosotros también pudiéramos morir al pecado, perder nuestras vidas en la carne, y caminar en la novedad de Su vida resucitada.

Y por supuesto, si lo seguimos en este camino, aprendiendo a caminar y vivir en Su Espíritu (y por lo tanto haciendo morir las obras de la carne), experimentaremos cada vez más de Su vida y naturaleza, y cada vez menos de la condenación que siempre (y justamente) condena el pecado en la carne. Pero dondequiera que la naturaleza de la carne todavía reine en un miembro del cuerpo de Cristo, entonces POR SUPUESTO que vamos a sentir que estas acciones, pensamientos y deseos carnales son condenados por ese Espíritu justo que busca salvarnos.

Permítanme decirlo de nuevo: a través de la obra de Cristo en la cruz, Dios no se reconcilió con el pecado. No. Él se reconcilió con el hombre al ofrecerse como sacrificio por la remisión de los pecados pasados, (Rom 3:25 RVG) y al crear y dar un camino o medio por el cual el pecado, la corrupción y la muerte pudieran ser destruidos, eliminados y purgados de nuestros corazones. Juan dice: “Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo” (1 Juan 3:8), NO para que pudiera evitar que el Padre viera las obras del diablo, o de alguna manera reconciliar a Dios con las obras del diablo. Cristo vino a “condenar al pecado en la carne” (Romanos 8:3), no a aceptar o guiñar el ojo al pecado en la carne; y Su Espíritu hace precisamente lo mismo en nosotros.

¿Qué desea hacer el Espíritu de Dios en la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo? El desea hacer en los miembros lo mismo que hizo en la Cabeza, es decir, vencer todo mal por el poder de Dios. Todos los que sean guiados por el Espíritu y aprendan a caminar en el Espíritu, encontrarán que el Espíritu les enseña a someterse y obedecer al Padre, a caminar por sendas de verdad y justicia. Encontrarán al Espíritu luchando y contendiendo dentro de ellos contra todo mal, exponiendo y condenando todo lo que es contrario a la verdad, llevándolos a la participación de los padecimientos de Cristo, haciéndolos semejantes a Él en Su muerte, para que también puedan participar de Su resurrección. El Espíritu de Dios tiene exactamente la misma naturaleza en el cuerpo que en la Cabeza. Y por lo tanto es un error increíblemente grande sugerir que Dios ahora no ve o no condena la ley del pecado y de la muerte que obra en la carne, porque esta es una naturaleza que siempre es contra el Espíritu, siempre busca y glorifica el yo, y es un enemigo perpetuo de la cruz de Cristo. Esto es como decir que Dios acepta y se une con lo que es completamente contrario y opuesto a Él mismo. Es como decir que Dios ordenó a Israel compartir la tierra de Israel con los incircuncisos adoradores de ídolos de Canaán.

Muéstrame un solo versículo en el antiguo testamento donde Dios le dijo a Su pueblo que era aceptable casarse y hacer tratados y pactos con la carne incircuncisa en su tierra. Muéstrame un solo versículo en el libro de Jueces o Reyes, cuando el Espíritu de Dios vino sobre un hombre o una mujer, y no manifestó Su deseo de liberar a Israel de todo enemigo incircunciso. Muéstrame un solo versículo en toda la Biblia donde Dios hizo un tratado o una mezcla con la naturaleza del pecado, o dijo que dejaría de condenarlo, o le guiñaría el ojo, se reconciliaría con él, o le permitiría permanecer en la tierra de nuestro corazón. Decir esto, es decir que o Dios no puede, o que no quiere, vencer a Su enemigo y establecer Su reino en el hombre. ¿Cuántos versículos hay en el Nuevo Testamento que declaran claramente el deseo de Dios de limpiar, transformar y liberar al hombre de todo pecado? ¿Acaso no se nos dice que “seamos perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto”? ¿Acaso no se nos dice que “pues la voluntad de Dios es vuestra santificación” (1 Tes 4:3)? Que Él desea que seamos “santificados enteramente, en cuerpo, alma y espíritu”, que “perfeccionemos la santidad en el temor de Dios”, que seamos “transformados de gloria en gloria en la misma imagen”, que seamos “conformes a la imagen de su Hijo”, que lleguemos a ser “participantes de la naturaleza divina”, y que Cristo “se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras”. ¿Acaso puedes creer o afirmar que todo esto tiene lugar sin que Dios te muestre y condene en ti lo que es contrario a Él mismo? ¿Vas a contradecir cientos de Escrituras e insistir en que todo esto tiene lugar fuera de ti, como una especie de transacción externa, o una nueva posición legal porque Cristo tomó tu lugar? ¿Dirás que Cristo sufrió para que tú no tengas que hacerlo? ¿Que Él murió para que tú no tengas que hacerlo?

No. Repito, Cristo no murió EN VEZ DE nosotros. Murió POR nosotros. Murió en favor de nosotros, para que nosotros también, por Su Espíritu, podamos morir al pecado, morir al mundo, morir a la carne, y vivir en y por Su vida eterna y celestial. Cristo hizo un camino. Abrió una puerta. Él fue el primogénito entre muchos hermanos, el autor de nuestra salvación. Pero Él no se dio a Sí mismo como una “sustitución”. No, esta idea de “sustitución” (al menos como generalmente se entiende y se enseña) ha hecho un gran daño en el cuerpo de Cristo. Porque la gente habla de Cristo muriendo en su lugar, para que ellos no tengan que morir. Hablan de Cristo cancelando su deuda, para que sean libres de vivir su “mejor vida ahora” en la carne, o en el mundo. Pero no podría haber una idea más contraria al evangelio de Jesucristo. Los apóstoles nunca enseñaron este tipo de doctrina de la sustitución. Muy al contrario, decían cada día muero”, decían que estaban “llevando en el cuerpo siempre por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos.” Hablaban de estar “crucificados con Cristo,” de “llegar a ser semejante a Él en Su muerte,” de “cumplir en su carne lo que falta de las aflicciones de Cristo.” Decían que somos “coherederos con Cristo, si es que padecemos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados.” (Rom 8:17)

Ahora bien, de ninguna manera estoy sugiriendo que Cristo hizo la mitad del trabajo, y ahora tenemos que terminarlo nosotros. No. Estoy muy lejos de creer tal idea. Lo que estoy diciendo, y lo que creo que todos los Apóstoles y Cristo mismo afirmaron tan fuerte y claramente, es que Cristo venció a la carne, al mundo y al diablo cuando era Hombre, y que ahora Cristo desea hacer exactamente lo mismo en nosotros al compartir Su Espíritu con los miembros de Su cuerpo. “Al que venciere, yo le daré que se siente conmigo en mi trono; así como también yo he vencido, y me he sentado con mi Padre en su trono.” (Apoc. 3:21). Nuestro papel no es HACER la segunda mitad de la obra, o terminar lo que Cristo comenzó. Nuestro papel es recibir con mansedumbre esta Palabra implantada de Cristo, y luego rendirnos completamente a ella, aferrarnos a ella, obedecerla, permitirle que exponga y haga morir en nosotros todo lo que es contrario a ella, y también dar vida en nosotros a todo lo que nace de ella. Nuestro papel ahora es someternos enteramente al Espíritu, aprender a caminar en este don del Espíritu, vivir en el Espíritu, ser guiados por el Espíritu, gobernados por el Espíritu, obedecer al Espíritu de Cristo y negar la voluntad y los deseos de la carne. Porque si vivimos por este Espíritu vencedor, así “haremos morir las obras de la carne” (Rom 8:13). Si caminamos con Él, en Él, con nuestro corazón y mente puestos en Él, entonces encontraremos que Su Espíritu “hace morir nuestros miembros que están en la tierra.” (Col 3:5) Pero si seguimos caminando en la carne, resistiendo al Espíritu, no tenemos ningún derecho a aplicarnos a nosotros mismos la victoria de Cristo.