La Rendición Continua de la Voluntad
Parte 3 de Permanecer
La última vez terminé hablando de cómo los cristianos pueden ser amantes de las palabras de Cristo sin permanecer en Su Palabra viva. Esto es algo fácil y común. Las palabras pueden ser buenas y útiles. Pueden describir cosas verdaderas y ayudarnos a mirar en la dirección correcta, pero nunca son la Verdad misma. La Verdad no son palabras. La Verdad es algo vivo, algo sustancial, una experiencia y no una idea, una realidad y no una descripción. La Verdad es lo que es real para Dios, en Dios. Es lo que Dios ve, lo que Dios conoce, lo que Dios es. Y creo que todos hemos visto cómo las mentes pueden estar llenas de palabras verdaderas, incluso cuando los corazones están lejos de la Verdad.
Jesucristo no son palabras verdaderas. Jesucristo es una Palabra viva, una comunicación viva de Dios, una comunicación viva de lo que es real para Dios, en Dios, de lo que Dios ve, conoce y es. Él es una Palabra que habita en el corazón del hombre, y allí habla su propia naturaleza, su propia vida, su propia voluntad. Jesucristo es algo sustancial, una experiencia y no una idea, una vida y un poder presentes, y no una colección de ideas bíblicas. Juan dice: “En el principio era la Palabra, y la Palabra era con Dios, y la Palabra era Dios… En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres.” Él es una Palabra porque habla la vida de Dios, la naturaleza de Dios, la realidad de Dios en el hombre. Esta Palabra está viva. Esta Palabra es vida. Y la vida de esta Palabra es una luz que alumbra en el hombre.
De nuevo, la Palabra viva habla su propia naturaleza en el hombre, manifiesta su propia vida, hace que el hombre sienta algo de Su voluntad, abre Su propio ojo en el corazón del hombre y le permite al hombre compartir lo que Dios ve. No enseña estas cosas con palabras. Las palabras son útiles y tienen su lugar, pero son maestros mucho más débiles que la luz, y no es posible permanecer en ellas. Tienen grandes limitaciones. Las palabras son fácilmente malinterpretadas, mal empleadas y refutadas. Pero cuando la Palabra viva manifiesta la verdad en lo íntimo por medio de la luz, no puedes evitar entender; y a veces hasta los hombres más perversos se ven obligados a ver y sentir algo de la verdad. Y es en esta Palabra viva, hablando o brillando en el corazón, que debemos aprender a permanecer.
Ahora bien, antes de poder avanzar más, es de la mayor importancia que todos entendamos que hay DOS cosas en el hombre, y que estas cosas son muy diferentes. Sé que hablo de esto con frecuencia, pero quizás sea lo más fundamental y práctico que un nuevo cristiano debe entender. Hay dos semillas diferentes en el hombre, con dos naturalezas, de dos reinos distintos.
Por un lado, está lo que el hombre ES en su condición natural y caída. El hombre, en sí mismo, es un alma que ha salido de la voluntad de Dios, que ha muerto a la vida de Dios, y que, aparte de Dios, vive en una naturaleza oscura, egoísta y terrenal que es enemistad contra Dios. Esto es lo que somos en nosotros mismos, aparte del don de la gracia. Somos un alma eterna, nacida en pecado y en delitos, “viviendo en los deseos de la carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y siendo por naturaleza hijos de ira.” (Efesios 2:3) Esta es la primera naturaleza, el hombre de la carne, el hombre carnal, el hombre natural, el hombre externo, el hombre de pecado. Vive en su propia voluntad, como su padre el diablo, y como dice Pablo, “están cautivos de él para hacer su voluntad.” (2 Timoteo 2:26)
Pero EN este hombre Dios siembra una semilla de gracia, una semilla de mostaza, un talento celestial, una perla preciosa, una Palabra implantada. Esta es la Semilla de vida, la “Simiente de la Mujer” (Génesis 3:15), la semilla del reino, que, cuando se recibe, produce un nuevo nacimiento en el hombre, y puede desarrollarse hasta llegar a ser una nueva creación, un nuevo hombre, con un nuevo corazón, con nuevos deseos, nuevos pensamientos, nuevos frutos de un nuevo Espíritu. Así que lo segundo que se encuentra y se siente en el hombre (porque ha sido sembrado allí por un bondadoso Sembrador de semillas) es una medida de la vida, la luz, el Espíritu o la Palabra de Dios, y esta es la Palabra de la que hemos estado hablando. Esta Palabra da testimonio en todos, llama a todos, invita a todos, “convenciendo al mundo de pecado, de justicia y de juicio”, aunque produce un nacimiento solo donde el hombre entrega su primera vida y voluntad para seguirla.
Así que, volviendo a nuestro tema, si vamos a hablar de permanecer en este don, en esta luz, en este Espíritu, en esta Palabra, entonces es de la mayor necesidad que lleguemos a reconocer la diferencia entre estas dos cosas que están en nosotros, para que aprendamos a evitar la una y vivir en la otra. Debemos aprender la diferencia, en nuestro propio corazón, en nuestra propia experiencia, entre aquello que somos por naturaleza y el don que está en nosotros y que puede vencer la naturaleza. Debemos ver, sentir y encontrar los límites, las fronteras donde termina la una y comienza la otra. ¿Ven lo que quiero decir? Si vamos a permanecer en la Palabra, o en el Espíritu, o en la Luz, entonces debemos ser capaces de reconocerla en nosotros, de saber dónde está, qué es, y qué significa aferrarse a ella, permanecer cerca de ella, y mantenerse fuera del primer nacimiento o la carne.
Todo el Nuevo Testamento habla de este tema tan fundamental. Jesús dice que el discipulado implica negarse a sí mismo y seguirle, perder una vida y ganar otra. Pablo nos dice que debemos despojarnos de un hombre y revestirnos del otro. Debemos andar en el Espíritu y dejar de andar en la carne. Juan nos dice que debemos aprender a permanecer en la luz y no andar más en tinieblas. ¿Pero dónde encontramos todas estas cosas? Amigos, las encontramos dentro de nosotros.
Y precisamente aquí es donde el cristianismo externo siempre falla o se queda corto. Se ocupa solo de palabras, ideas, actividades y creencias; pero las palabras y las creencias no pueden enseñarte límites internos. Las palabras no pueden enseñarte cómo permanecer en Cristo. Las palabras no pueden mostrarte cuándo un pensamiento proviene del egoísmo del hombre natural y cuándo proviene de la naturaleza justa del Cristo implantado. No. Pero hay una luz interna que puede mostrarte estas cosas. No hay ningún libro, ni siquiera la Biblia, que pueda manifestar en tu corazón cuándo realmente hay orgullo detrás de tus palabras humildes, cuándo te vistes para llamar la atención sobre tu cuerpo, cuándo hay raíces secretas de orgullo, egoísmo, lujuria o codicia escondidas en las cosas que haces y dices a lo largo del día. No hay ninguna Escritura que descubra la levadura oscura, los errores secretos, las motivaciones mezcladas del corazón. No hay religión externa que pueda mostrarte una enfermedad interna, ni sacarte de ella. Pero hay una luz, una Palabra implantada que “discierne los pensamientos y las intenciones del corazón.” (Hebreos 4)
Esta es la razón por la cual Pablo la llama una Palabra que “penetra,” que “divide” y que “discierne” entre cosas diferentes, diciéndonos que todas las cosas están “desnudas y abiertas a los ojos de Aquel a quien tenemos que dar cuenta.” Es ESTA Palabra interna que divide entre estos dos nacimientos, que separa el alma del Espíritu, Adán de Cristo, lo precioso de lo vil, y nos muestra de qué espíritu somos. (Lucas 9:55) Y todo el cristianismo, en su forma más verdadera y pura, es una vida en el Espíritu, un permanecer en el Espíritu. Tiene que ver con aprender a dejar de vivir en la carne, y a comenzar y continuar viviendo en el Espíritu. Tiene que ver con ver y sentir la diferencia entre dos vidas, dos naturalezas, dos semillas, dos mundos. Tiene que ver con aprender lo que significa salir interiormente de la una y permanecer en la otra.
¿Qué significa la palabra permanecer? Bueno, todos entendemos que permanecer tiene que ver con quedarse en un lugar y no salir de sus límites hacia otra cosa. Si permaneces en un cuarto, te quedas en el cuarto y no sales más allá de las cuatro paredes que marcan sus límites. Si permaneces en un país, vives allí y permaneces dentro de sus fronteras. Si permaneces en una luz, te quedas en la luz, donde la luz te da visión y te permite ver tu camino. Si estuvieras caminando en un bosque oscuro con un amigo, y solo tu amigo tuviera una linterna, sabrías exactamente lo que significa permanecer en su luz. Sabrías la necesidad de mantenerte dentro de su rayo de luz, porque fuera de esa luz no podrías ver tu camino.
Pero, ¿cómo vamos a permanecer en Cristo —la vid, la luz, la Palabra— y evitar el yo, la carne y las tinieblas, si estas cosas no han sido divididas en nuestros corazones? ¿Cómo podremos permanecer si no hemos sentido las paredes, los límites, las fronteras donde la luz termina y comienza la oscuridad, donde Cristo cesa y la carne empieza a actuar, a desear, a hablar? No podemos. Si vamos a permanecer en Cristo, entonces debemos permitir que Cristo nos enseñe dónde está Él y qué es Él dentro de nosotros. Y cuando comencemos a encontrarlo allí, debemos andar en Él entregándole las mismas facultades o recursos internos con las que antes andábamos en la carne.
Entonces, primero, ¿cómo lo encontramos? No podemos encontrarlo por nosotros mismos, sino que Él se manifiesta a nosotros, en nosotros, por Su propia gracia y bondad. Él aparece en el hombre como luz, y testifica contra las tinieblas. No aparece con palabras en tu oído, sino una y otra vez con convicciones, enseñanzas, reprensiones, advertencias y amonestaciones en tu corazón, mostrándote una y otra vez dónde están los límites. Te deja sentir cuando palabras indebidas, bromas o comentarios inapropiados salen de tu boca. De hecho, te deja sentirlo aun antes de que salgan de tu boca. Te hace sentir una punzada en la conciencia cuando das tus ojos o tu tiempo a cosas malas o necias. Te da un sentido interno cuando estás alimentando la naturaleza en ti que Él está tratando de hacer morir, o cuando estás resistiendo la naturaleza que Él desea que reine en ti. Su Espíritu es una luz rápida, como el relámpago, un testigo veloz en el corazón y en la mente, y cuando aparece en tu corazón, te enseña los límites.
Así es como encuentras a Cristo. Puedes leer acerca de Él en un libro, puedes cantar acerca de Él con tu boca, pero si vas a encontrarlo y aprender a permanecer en Él, debes encontrarlo en tu propio corazón, en la luz. Y es allí donde debes amarlo. Si no lo amas como luz en tu corazón, si no amas Su venida con límites y fronteras, importa muy poco si amas la religión o las palabras verdaderas. Todos dicen que aman la venida externa de Cristo —tanto Su venida en el pasado como Su venida en el futuro—, pero muy pocas personas aman Su venida en el corazón, cuando viene como testigo veloz a Su templo, volcando mesas y exponiendo las cosas malas.
Y no me di cuenta de estas cosas durante muchos años como cristiano. No sabía cómo permanecer en Cristo porque no quería ver en mí mismo las cosas que no eran Cristo, las cosas que se oponían a Su reino. No quería que Su luz dividiera lo precioso de lo vil en mi corazón, especialmente porque la mayor parte de lo que había en mi corazón era vil. Quería que Cristo viniera con Su espada contra los ateos, los incrédulos, pero no quería que viniera con Su espada contra mi orgullo, mi egoísmo, mis excusas, mis placeres mundanos. No quería que trazara líneas claras en mi corazón y me enseñara a “no tocar cosa inmunda.” No amaba Su luz, porque mis hechos eran malos, mis pensamientos eran malos y terrenales, mis deseos estaban en el mundo y eran del mundo. Y por esta razón, y SOLO por esta razón, durante muchos años no aprendí a permanecer en Él.
Pero cuando, por fin, algunos cristianos verdaderos (que vivieron hace 300 años) me animaron a prestar atención a la luz, a amar la luz, a dejar que dividiera, reprendiera, corrigiera y enseñara, entonces comencé a entender dos cosas. Primero, comencé a entender que realmente había un “lugar” donde permanecer. Realmente había una manera de mantenerme en Su vida y mantenerme fuera de la carne. No era ficción. No se trataba de conocimiento de cabeza y religión de oídas. Realmente existía una división en el hombre entre la carne y el Espíritu, y una manera de permanecer en uno y negar al otro.
Pero en segundo lugar, comencé a entender lo que mencionaba antes: que para permanecer en Él, necesitaba aprender a mirarlo, volverme a Él y seguirlo con toda la fuerza y los recursos de mi hombre interno, es decir, con toda mi voluntad, mi corazón, mi alma, mi atención, mi tiempo y mi mente. En otras palabras, tenía que dirigir mi voluntad a Cristo y aprender a vivir en Cristo de la misma manera y con la misma devoción con la que había vivido en el mundo como hijo de Adán. Tenía que hacer lo que Cristo dijo que era el primer y más grande mandamiento: “Amar al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.” Esto no era solo una nueva posición o una nueva creencia, era una manera completamente nueva de vivir, en cada momento, de cada día.
Recuerden que dije en la primera parte que el cristianismo, por parte de Dios, es un don celestial. Es un don externo y un don interno. Es un Cristo externo que dio Su vida, perdonó los pecados y abrió la puerta a un camino nuevo y vivo. Y también es un don interno, un Cristo interno, un don de Su luz, vida, gracia, semilla y Palabra, en el cual el hombre puede vivir y dejar atrás el pecado y el yo. Pero luego, dije que, de NUESTRA parte, el cristianismo es la manera de vivir en este don, de permanecer en él, de andar en él, de quedarse con él, de someterse a él, de volverse a él, de seguirlo, de amar Su venida, su aparición, y de ser transformados por él.
Y la forma en que todo esto sucede en el hombre es mediante una atención y una sumisión interior y cuidadosa a la luz de Cristo, a medida que brilla en el corazón y nos enseña dónde permanecer. Es la luz de Cristo la que nos muestra nuestra “propia morada” (en palabras de Judas), los límites de Israel en nuestro corazón. Es la luz de Cristo la que nos hace ver y sentir en nosotros mismos qué es la carne, dónde se esconde y cómo negarla. Es la luz de Cristo la que nos permite sentir gozo en la justicia, paz en la pureza, esperanza para vencer todo pecado y toda maldad. Y es permaneciendo en esta luz lo que nos hace verdaderos discípulos, lo que nos hace conocer progresivamente la verdad como una experiencia, como algo vivo. Es permaneciendo en esta Palabra lo que nos separa continuamente de todo lo falso, caído y contrario al Espíritu de Santidad. En otras palabras, como Cristo mismo nos ha dicho: “Debes aprender a permanecer en Mi Palabra, y ENTONCES aprenderás lo que significa ser Mis discípulos, y ENTONCES comenzarás a conocer realmente la verdad, y ENTONCES la verdad te hará libre.”
Pero este cristianismo, este permanecer en Cristo, es una obra activa de la voluntad. No me refiero a una obra de la carne que intenta agradar a Dios con recursos naturales, ni a una obra de la ley que busca agradarlo mediante ceremonias, símbolos y sombras. ¡No, nada de eso! Sino que es una obra de la voluntad, del corazón, de la mente y de la fuerza. Dios no va a obrar en contra de tu voluntad. Dios obra en ti, y tu voluntad tiene que obrar junto con la luz de Dios; debes rendirte, someterte, obedecer, seguir, e incluso poner tu cuerpo en sujeción a tu espíritu, para que de ninguna manera se convierta en un obstáculo para tu crecimiento en la gracia. Dios te da su propio querer y hacer, pero con ello tú debes ocuparte en tu salvación con temor y temblor.
No es una obra de la carne, ni una obra de la ley entregar tu voluntad a Cristo, amar a Dios con todo tu corazón, alma, mente y fuerzas. Este amor, esta rendición, y cada acción externa a la que conduce, no es religión de obras ni cristianismo del antiguo pacto (como algunos dicen). Es sabiduría. Es obediencia. Es rendición al poder de la gracia. Es el verdadero amor de Dios, el verdadero servicio a Dios, el verdadero discipulado de Cristo. Es algo activo: un seguir, volverse, velar, orar y rendirse activamente. Es negarte a ti mismo, tomar la cruz y seguir a Cristo. Implica no permitir que el pecado reine en tu cuerpo mortal para obedecer sus deseos, sino presentar tus miembros a Dios, cada día, cada hora, como instrumentos de justicia. O, “¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia?” Implica “huir de las pasiones juveniles,” “resistir al diablo,” “poner la mira en las cosas de arriba,” “aborrecer aun la ropa contaminada por la carne,” “correr la carrera,” y “pelear la buena batalla de la fe.”
¡No me digan que estas son obras de la carne! Son enseñanzas de nuestro Salvador y de Sus apóstoles, quienes nos enseñan cómo permanecer en el Espíritu de Dios y cómo abandonar nuestra carne con todas sus obras. Y todo esto debe aprenderse en el interior, en el corazón. La Biblia puede decirte que huyas de las pasiones juveniles, pero solo la luz puede mostrarte CUÁLES son tus pasiones juveniles. La Biblia puede decirte que resistas al diablo, pero solo la luz puede exponer la obra del diablo en tu corazón. Pablo puede decirte que andes en el Espíritu y no en la carne, pero solo la Palabra viva puede DIVIDIR estas dos naturalezas en tu corazón. Yo puedo decirte que permanezcas en Cristo, pero solo un Maestro interior puede mostrarte lo que todo esto significa, dónde está Él en ti y dónde no está; qué en ti proviene de Él y qué proviene de tu carne. Solo prestando atención, velando y rindiéndote a este don interior—siendo enseñado, corregido y guiado por Él—aprendemos los límites de la luz y la vida, lo que significa permanecer en ella, andar con ella y estar bajo su poder.
Y es al vivir de esta manera, permaneciendo en Su Palabra con tu voluntad—y no solo creyendo Sus palabras con tu mente—que comienzas a encontrar y sentir dos cosas muy contrarias dentro de ti. Es más que una creencia en dos simientes, o una doctrina sobre dos naturalezas: es ser enseñado por la luz a vivir en una y a negar la otra.
Y así, digo de nuevo: el verdadero cristianismo se vive cuando la voluntad se vuelve a Cristo y permanece en Él. La caída del hombre fue la voluntad apartándose de Dios. La restauración del hombre comienza cuando la voluntad se vuelve a Dios y es traída nuevamente bajo Su dominio. Porque, ¿qué podría significar amar a Dios, si primero no le entregamos nuestra voluntad? ¿Qué le hemos dado realmente a Dios, si no le hemos dado nuestra voluntad? ¿Le hemos dado solo nuestro cerebro? ¿Nuestras creencias? ¿Un poco de tiempo los domingos por la mañana? ¿Qué valor tiene amar a Dios con nuestras emociones si guardamos nuestra voluntad para nosotros mismos? ¿Qué tiene realmente Dios de nosotros si no tiene nuestra voluntad? No tiene nada con lo que pueda trabajar. La voluntad es la primera ofrenda, el holocausto completo, y todo lo demás le sigue.
Y esta obra de nuestra voluntad, esta ofrenda de la voluntad, debe ser algo constante. Cuando digo “obra de la voluntad”, quiero decir simplemente aquello a lo que diriges tu corazón, lo que buscas, persigues, deseas, etc. a lo largo del día. ¿Estás volviéndote continuamente hacia Cristo y buscándolo? ¿Has puesto tú (como David) “al Señor siempre delante de ti”? (Salmo 16:8) Porque la verdad es que siempre estás buscando algo. La voluntad no deja de actuar. Pero si la voluntad sale de la luz, entonces coopera con las tinieblas. Si con tu voluntad te amas a ti mismo, amas al mundo, y eliges las cosas del tiempo como tu porción, eso es exactamente lo que tendrás. Pero si tu voluntad se vuelve, se somete y trabaja junto con la voluntad de Dios; si aprende a sentirlo, a verlo, a permanecer con Él y bajo Él, entonces crecerás “como árbol plantado junto a corrientes de aguas, que da su fruto en su tiempo, y su hoja no cae; y todo lo que hace, prosperará.” (Salmo 1:3)
Permanecer en Cristo es algo constante, amigos, la ocupación constante de nuestra voluntad y corazón. No sé por qué me costó tanto entenderlo durante tantos años. Creo que creía en la idea, pero ni siquiera intentaba vivir como si pudiera entregar mi voluntad a Cristo en todas las cosas, o prestar atención a Su luz en todo momento. No sabía que había una luz en mí que tanto enseñaría lo que esto significa, como daría poder para hacerlo. No conocía a nadie que intentara vivir así … con su atención y voluntad dirigidas y entregadas a Cristo en todo momento. Nunca había oído hablar de una persona que realmente permaneciera en Cristo como una experiencia, o como un acto. Y no conocía a nadie que pudiera testificar de los frutos de permanecer en la luz de Cristo revelado interiormente.
Y aunque no pretendo haber alcanzado un gran grado de madurez en esto, ahora puedo ver la verdad de ello, y he probado algunos de sus frutos. Si lo piensas, la vida es simplemente una serie de decisiones tomadas en el momento presente para amar cosas. Eso puede sonar simplista, y tal vez lo sea un poco, pero también hay verdad aquí. Cada día se compone de cientos de pequeñas oportunidades para amarte a ti mismo más que a la verdad, o para amar la verdad más que a ti mismo. Se trata de cientos o miles de pequeñas decisiones cada día para escoger la vida o la muerte, la bendición o la maldición. Los cristianos a menudo tienen dificultad para ver la naturaleza continua y presente del discipulado. Quiero decir, les cuesta reconocer que cada momento les da oportunidades de elegir a Cristo sobre sí mismos, o de elegirse a sí mismos sobre Cristo. Pero justo aquí, justo en el momento presente, en lo que hacemos con nuestro corazón, nuestra voluntad y nuestra atención, es lo que más importa. Volverse a Cristo, unir nuestra voluntad a Él y aprender a permanecer en Su luz es la manera en que crecemos en gracia, poco a poco cada día, hasta que vencemos.
He visto a varias personas llegar al final de sus vidas y no estar donde querían estar. Quiero decir, se les ha acabado el tiempo para ocuparse en su salvación con temor y temblor, y el tiempo de su peregrinaje ha llegado a su fin. Y la mayoría de estas personas que he conocido no están en el lugar donde desean estar, o donde desearían estar. Es decir, las cosas no han terminado como esperaban. No están diciendo con Pablo, “He peleado la buena batalla”, ni están diciendo con Jesús en Apocalipsis, “He vencido”. Y algunos de ellos quizás se preguntan: “¿Cómo llegué aquí? ¿Cómo vine a este lugar?” La respuesta es: diste cientos de miles de pasos pequeños para llegar a donde estás ahora. Y luego preguntan: “Pero, ¿cómo di esos pasos?” Y la respuesta es: diste pasos con tu voluntad, cada vez que tu voluntad se unió a la luz o a las tinieblas, a la vida o a la muerte.